domingo, 25 de mayo de 2014

FIGURAS LITERARIAS EN POESÍA

¿Qué son las figuras literarias?
Son  recursos del lenguaje literario utilizados por el poeta para dar más belleza y una mejor expresión a sus palabras; es decir, el  poeta usa estos recursos para dar mayor expresividad a sus sentimientos y emociones íntimas, a su mundo interior.
Principales figuras literarias o retóricas en poesía:
·        Hipérbaton
Es alterar el orden gramatical en una oración.
Cerca del Tajo, en soledad amena,
De verdes sauces hay una espesura.
por «hay una espesura de verdes sauces»
“Herido está mi corazón / de tanto sufrir por ti.”
·        Antítesis o contraste
Contrapone dos ideas o pensamientos; es una asociación de conceptos por contraste (amor-odio, blanco-negro, etc.). El contraste puede ser por oposición de palabras (antónimos), frases de significado contrario, etc.
Ejemplos:
El día y la noche me traen tu fresco perfume de regreso a casa.
El odio y el amor reinan miserablemente nuestras vidas.

·          Anáfora o Reiteración
Es una repetición de palabras al principio de un verso o al principio de frases semejantes para recalcar alguna idea.
Ejemplos:   
¿Soledad, y está el pájaro en el árbol,
soledad, y está el agua en las orillas,
soledad, y está el viento en la nube,
soledad, y está el mundo con nosotros,
soledad, y estás tú conmigo solos?
·        Ironía
Expresión de lo contrario a lo que se piensa de tal forma que por el contexto, el receptor puede reconocer la verdadera intención del emisor.
Ejemplos:
¿Y quién duda de que tenemos libertad de imprenta?

Sí, claro… nadie sufre por amor
·        Aliteración
Es una repetición de dos o más sonidos iguales o parecidos en varias palabras consecutivas de un mismo verso, estrofa o frase.
Una torrentera rojiza rasga la roca...
·        Asíndeton
Figura que afecta a la construcción sintáctica del enunciado y que consiste en la omisión de nexos o conjunciones entre palabras, proposiciones u oraciones, para dar a la frase mayor dinamismo. Ejemplos:
Rendí, rompí, derribé,
Rajé, deshice, prendí...
Acude, corre, vuela,
traspasa la alta sierra, ocupa el llano,
no perdones la espuela
·        Encabalgamiento
Esto ocurre cuando el sentido de una frase no queda completo en el marco de dicho verso (al que se denomina encabalgante) y continúa en el verso siguiente (encabalgado), de forma que la pausa versal del primero rompe unidades sintácticas estrechamente vinculadas.
·        Repetición
Figura retórica consistente en la reiteración de palabras u otros recursos expresivos, procedimiento que genera una relevancia poética. En todo poema aparecen elementos reiterativos con esa función: ya sea el acento, las pausas, la aliteración, el isosilabismo, la rima o el estribillo, etc.
·        Epíteto
Es el adjetivo, que colocado delante del sustantivo expresa una cualidad innecesaria o inherente de alguna persona o cosa con fines estéticos
Ejemplos:
“el terrible Caín”,
“la blanca nieve”
Verde prado, blanca nieve, rosadas mejillas,...
·        Paradoja
Unión de dos ideas contrapuestas. Es una antítesis superada porque une ideas contradictorias por naturaleza, en un mismo pensamiento.  Tras la aparente contraposición, hay un sentido profundo.
Ejemplos:
Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero
Que muero porque no muero

·        Apóstrofe
Dirigir apasionadamente la palabra a seres animados o inanimados o cosas personificadas, en tono exclamativo, fuera de la estructura de la oración.
Ejemplos:
Navega, velero mío…

·        Epanadiplosis
Una frase o un verso empiezan y terminan del mismo modo.
Ejemplos:
Verde que te quiero verde
·        Enumeración
Acumulación de elementos diversos de forma caótica o desordenada o bien como gradación ascendente o descendente.
Ejemplos:
En polvo, en humo, en aire, en sombra, en nada.
·        Concatenación
Repetición en serie de palabras que terminan y comienzan frases o versos.
Ejemplos:
Todo pasa y todo queda
Pero lo nuestro es pasar
Pasar haciendo caminos
Caminos sobre la mar
·        Interrogación retórica
Preguntas que no esperan respuestas, constituyen afirmaciones o desahogos emocionales. Se enuncia una pregunta, no para recibir respuesta, sino para dar más fuerza al pensamiento.
Ejemplos:
Y si caigo,
¿qué es la vida?
·        Exclamación retórica
Expresión de sentimientos por medio de exclamaciones con la finalidad de dar emotividad al mensaje.
Ejemplos:

¡oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que la alborada!

martes, 6 de mayo de 2014

CAPERUCITA AZUL



Aquella niña de siete años, inserta en el paisaje alpino, era encantadora. La llamaban, por su indumentaria, Caperucita Azul.


Su encanto físico quedaba anulado su perversidad moral. Las personas cultas del pueblo no podían explicar cómo en un ser infantil podían acumularse la soberbia, la crueldad y el egoísmo de un modo tan monstruoso.


Sus padres luchaban diariamente para convencer a Caperucita.


-Llevarás la merienda a la abuelita?


-¡No!


Y surgían los gritos y amenazas. Todo lo que surge cuando hay un conflicto educacional.


Caperucita tenía que atravesar todos los días, tras la discusión, un hermoso pinar para llegar a la casita donde vivía sola su abuelita.


Caperucita entraba en casa de su abuela y apenas la saludaba. Dejaba la cesta con la merienda y marchaba precipitadamente, sin dar ninguna muestra de cariño.


Había en el bosque un perro grande y manso de San Bernardo. El perro vivía solo y se alimentaba de la comida que le daban los cazadores.


Cuando el perro veía a Caperucita se acercaba alegre, moviendo el rabo. Caperucita le lanzaba piedras. El perro marchaba con un aullido lastimero. Pero todos los días, el perro salía a su encuentro, a pesar de las sevicias.


Un día surgió una macabra idea en la pequeña, pero peligrosa mente de la niña. ¿Por qué aquél martirio diario de las discusiones y del caminar hasta casa de su abuela?


Ella llevaba en el cesto un queso, un pastel y un poco de miel.


¿Un veneno en el queso? No se lo venderían en la farmacia. Además, no tenía dinero. ¿Un disparo? No. La escopeta de su padre pesaba mucho. No podría manejarla.


De repente brilló en su imaginación el reflejo del cuchillo afilado que en su mesita tenía la abuelita. La decisión estaba tomada. El canto de los pájaros y el perfume de las flores no podían suavizar su odio. Cerca de la casa surgió de nuevo el enorme perro. Caperucita le gritó lanzándole una piedra.


Llamó la puerta


-Pasa Caperucita.


Su abuela descansaba en el lecho. Unos minutos después se oyeron unos gritos.


Cuando el cuchillo iba a convertirse en el instrumento mortal, Caperucita cayó derribada al suelo. El pacífico San Bernardo había saltado sobre ella. Caperucita quedaba inmovilizada por el peso del gran perro. Por el peso y el temor: por primera vez un gruñido severo, amenazador, surgía de la garganta del perro.


La abuelita, tras tomar una copa de licor, reaccionó del espanto. Llamó por teléfono al pueblo.


Caperucita fue examinada por un psiquiatra competente de la ciudad. Después la internaron en un centro de reeducación infantil.


La abuelita, llevándose a su perro salvador, abandonó la casa del bosque y se fue a vivir con sus hijos.


Veinte años después, Caperucita, enfermera diplomada, marchaba a una misión en África.


-¿A qué atribuye ud. su maldad infantil? – le preguntó un periodista.
-A la televisión – contestó ella subiendo al avión.


En África, Caperucita murió asesinada por un negro que jamás había visto un televisor. Pero había visto otras cosas.


Ignacio Viar

miércoles, 8 de enero de 2014

LA GALLINA DEGOLLADA ( Horacio Quiroga)

La gallina degollada[Cuento. Texto completo.]Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Cuentos de amor de locura y de muerte
, 1917